jueves, 8 de abril de 2010

El Salón Púrpura


Hablar de lugares con encanto en Dalarán es una temeridad porque, siendo ésta de una ciudad de magos, el chascarrillo está a la vuelta de la esquina, servido en bandeja de plata para cualquier gnomo dispuesto a decir estupideces (que suelen ser todos y ya hay bastantes.) Por eso me referiré al Salón Púrpura como, sencillamente, mi rincón favorito de la ciudad. No es una taberna, mucho menos una posada, y tampoco un discreto comercio… acaso un mirador, o el refugio elegante, y exclusivo, de los que buscan tranquilidad en la metrópolis. La forma de entrar es ya del todo inusual: a través de un portal dimensional situado en el Bastión Violeta – porque ¿A cuento de qué van a usar los magos ascensores siendo tan cómoda la desintegración y posterior recomposición de la materia? Por mucho que a algunos nos dé cierto yu-yu.-

Tonos azules, una generosa biblioteca, el mejor vino de la ciudad y una vista de las torres de marfil que quita el hipo. Siempre asomada al balcón, podemos encontrar a la Baronesa Zildjia. Una elfa de sangre que lamenta no haber traído una pluma que utilizar en un hechizo de caída libre… cabe hacer aquí un inciso algo malévolo y es que sabemos, de muy buena tinta, que en el palacio de la baronesa no hay plumas disponibles: las tiene todas el barón que, como buen elfo de sangre, debe hacer ostentación de ligereza y de formas… ¿felinas? No, un adjetivo relacionado con las lentejuelas sería más apropiado (pero ahora no se me ocurre). Por otra parte, es sospechosa la actitud de la propia baronesa, siempre ahí arriba, con los ojos puestos en el vacío, sola y quejándose. Antes de que cometa una locura, alguien debería explicarle porqué su marido no le presta la debida atención.

Hay más personajes en el Salón Púrpura: el arcanista Ginsberg, el alquimista Burroghs o el insulso escriba Pocacosa (famoso en ciertos círculos literarios por haber concebido un glifo prohibido que potenciaba las capacidades de cocina) pero que el viajero no se deje engañar por las apariencias: sin duda, el hombre que tiene más historias que contar es el mayordomo Alfred Valecobre, quizá la única criatura en todo Dalarán que no practica la magia… ni falta que le hace: su Brandy de Ciruela de Nieve merece más aplausos que la más efectiva, y rimbombante, ventisca.

domingo, 14 de marzo de 2010

El Exodar



“Una fortaleza que navegó por las estrellas, con amplios salones de paredes cristalinas, inundadas con una tenue luz que invita a la reflexión, a la calma, al paseo lento sobre puentes de suelos transparentes que giran alrededor de los misterios y los conocimientos de otros planetas…” con semejantes premisas no es extraño que cualquier aventurero de Azeroth haya visitado alguna vez el Exodar. Una vez, para ser más precisos, sólo una vez… porque, a no ser que se trate de un joyero o un pobre desgraciado que esté llevando a cabo una penitencia terrible, la ciudad de los draenai cansa. Cansa mucho.

Cabe preguntarse qué clase de hierba cósmica estaba fumando el ingeniero que proyectó el Exodar para hacerlo tan mal: como si se tratara de una broma venida de otra galaxia, resulta inevitable cruzar la ciudad de un extremo a otro para hacer un par de recados; y durante estas carreras, angustiosas, la única compañía es un zumbido monótono, casi tan aburrido como el gesto serio de los guardias, esos que te ven pasar de un lado a otro, fastidiado, farfullando entre dientes la familia y el pueblo de los malditos naaru.

No hay un solo rincón en el Exodar que sea acogedor. Una plaza, una cueva, un despropósito de gente triste al lado de pequeños comercios, pero no una ciudad; a su lado, la solemne Darnasus parce una fiesta (al menos se escucha a los pájaros y los susurros de los fuegos fatuos) y se entiende, se entiende muy bien, que los draenai la hayan abandonado en masa: “es por la radiación” dijeron. Ya, y un cuerno.

martes, 9 de marzo de 2010

Taberna de Anderson



Las montañas de Alterac hacen de barrera para los fríos vientos del norte, es por eso que el pequeño pueblo pesquero de Costasur presume de un clima envidiable durante la mayor parte del año, aderezado con el aire fresco de la sierra, la lejanía de la polución de Forjaz y la temperatura suavizada por sus playas. En este paraje casi idílico (no viene al caso mencionar los campamentos de la Hermandad al norte, o los irritantes murlocs al oeste) el tabernero Anderson regenta un local con ciertas peculiaridades.

No me refiero al hecho de que un tal Jaysin Lanyda -camello de venenos- tenga por costumbre esconderse en la habitación en la que uno espera descansar de sus andanzas; una práctica que, bien pensado, quizá sea del agrado de esos aventureros a los que les gusta exhibir sus intimidades (efectivamente: los paladines tienen todas las papeletas de padecer esta perversión). Tampoco hablo de la simpatía y la profesionalidad (por no mencionar la belleza) de Neema… ya quisieran las sofisticadas camareras de Dalarán contar con su gusto a la hora de aconsejar un buen plato.

No, el encanto de esta taberna viene de otro sitio: como muchos saben, en las laderas de Trabalomas los aventureros más jóvenes empiezan a encontrarse con sus rivales de la Horda, apostados cerca de un Molino de cuyo nombre ni me acuerdo ni quiero acordarme. Lejos de los Campos de Batalla, en los alrededores de Costasur, se dan los primeros duelos imprevistos… y en la taberna, frente a la hoguera, se cuentan con entusiasmo estas primeras batallas. Son estos cuentos, antes de irse a la cama (en compañía o no de Jaysin) lo que hace especial el local de Anderson.