
“Una fortaleza que navegó por las estrellas, con amplios salones de paredes cristalinas, inundadas con una tenue luz que invita a la reflexión, a la calma, al paseo lento sobre puentes de suelos transparentes que giran alrededor de los misterios y los conocimientos de otros planetas…” con semejantes premisas no es extraño que cualquier aventurero de Azeroth haya visitado alguna vez el Exodar. Una vez, para ser más precisos, sólo una vez… porque, a no ser que se trate de un joyero o un pobre desgraciado que esté llevando a cabo una penitencia terrible, la ciudad de los draenai cansa. Cansa mucho.
Cabe preguntarse qué clase de hierba cósmica estaba fumando el ingeniero que proyectó el Exodar para hacerlo tan mal: como si se tratara de una broma venida de otra galaxia, resulta inevitable cruzar la ciudad de un extremo a otro para hacer un par de recados; y durante estas carreras, angustiosas, la única compañía es un zumbido monótono, casi tan aburrido como el gesto serio de los guardias, esos que te ven pasar de un lado a otro, fastidiado, farfullando entre dientes la familia y el pueblo de los malditos naaru.
No hay un solo rincón en el Exodar que sea acogedor. Una plaza, una cueva, un despropósito de gente triste al lado de pequeños comercios, pero no una ciudad; a su lado, la solemne Darnasus parce una fiesta (al menos se escucha a los pájaros y los susurros de los fuegos fatuos) y se entiende, se entiende muy bien, que los draenai la hayan abandonado en masa: “es por la radiación” dijeron. Ya, y un cuerno.
Cabe preguntarse qué clase de hierba cósmica estaba fumando el ingeniero que proyectó el Exodar para hacerlo tan mal: como si se tratara de una broma venida de otra galaxia, resulta inevitable cruzar la ciudad de un extremo a otro para hacer un par de recados; y durante estas carreras, angustiosas, la única compañía es un zumbido monótono, casi tan aburrido como el gesto serio de los guardias, esos que te ven pasar de un lado a otro, fastidiado, farfullando entre dientes la familia y el pueblo de los malditos naaru.
No hay un solo rincón en el Exodar que sea acogedor. Una plaza, una cueva, un despropósito de gente triste al lado de pequeños comercios, pero no una ciudad; a su lado, la solemne Darnasus parce una fiesta (al menos se escucha a los pájaros y los susurros de los fuegos fatuos) y se entiende, se entiende muy bien, que los draenai la hayan abandonado en masa: “es por la radiación” dijeron. Ya, y un cuerno.