domingo, 14 de marzo de 2010

El Exodar



“Una fortaleza que navegó por las estrellas, con amplios salones de paredes cristalinas, inundadas con una tenue luz que invita a la reflexión, a la calma, al paseo lento sobre puentes de suelos transparentes que giran alrededor de los misterios y los conocimientos de otros planetas…” con semejantes premisas no es extraño que cualquier aventurero de Azeroth haya visitado alguna vez el Exodar. Una vez, para ser más precisos, sólo una vez… porque, a no ser que se trate de un joyero o un pobre desgraciado que esté llevando a cabo una penitencia terrible, la ciudad de los draenai cansa. Cansa mucho.

Cabe preguntarse qué clase de hierba cósmica estaba fumando el ingeniero que proyectó el Exodar para hacerlo tan mal: como si se tratara de una broma venida de otra galaxia, resulta inevitable cruzar la ciudad de un extremo a otro para hacer un par de recados; y durante estas carreras, angustiosas, la única compañía es un zumbido monótono, casi tan aburrido como el gesto serio de los guardias, esos que te ven pasar de un lado a otro, fastidiado, farfullando entre dientes la familia y el pueblo de los malditos naaru.

No hay un solo rincón en el Exodar que sea acogedor. Una plaza, una cueva, un despropósito de gente triste al lado de pequeños comercios, pero no una ciudad; a su lado, la solemne Darnasus parce una fiesta (al menos se escucha a los pájaros y los susurros de los fuegos fatuos) y se entiende, se entiende muy bien, que los draenai la hayan abandonado en masa: “es por la radiación” dijeron. Ya, y un cuerno.

martes, 9 de marzo de 2010

Taberna de Anderson



Las montañas de Alterac hacen de barrera para los fríos vientos del norte, es por eso que el pequeño pueblo pesquero de Costasur presume de un clima envidiable durante la mayor parte del año, aderezado con el aire fresco de la sierra, la lejanía de la polución de Forjaz y la temperatura suavizada por sus playas. En este paraje casi idílico (no viene al caso mencionar los campamentos de la Hermandad al norte, o los irritantes murlocs al oeste) el tabernero Anderson regenta un local con ciertas peculiaridades.

No me refiero al hecho de que un tal Jaysin Lanyda -camello de venenos- tenga por costumbre esconderse en la habitación en la que uno espera descansar de sus andanzas; una práctica que, bien pensado, quizá sea del agrado de esos aventureros a los que les gusta exhibir sus intimidades (efectivamente: los paladines tienen todas las papeletas de padecer esta perversión). Tampoco hablo de la simpatía y la profesionalidad (por no mencionar la belleza) de Neema… ya quisieran las sofisticadas camareras de Dalarán contar con su gusto a la hora de aconsejar un buen plato.

No, el encanto de esta taberna viene de otro sitio: como muchos saben, en las laderas de Trabalomas los aventureros más jóvenes empiezan a encontrarse con sus rivales de la Horda, apostados cerca de un Molino de cuyo nombre ni me acuerdo ni quiero acordarme. Lejos de los Campos de Batalla, en los alrededores de Costasur, se dan los primeros duelos imprevistos… y en la taberna, frente a la hoguera, se cuentan con entusiasmo estas primeras batallas. Son estos cuentos, antes de irse a la cama (en compañía o no de Jaysin) lo que hace especial el local de Anderson.